Si cualquier de nosotros introduce el término corrupción en el
buscador Google verá que el mismo da como respuesta a su consulta
aproximadamente 9.970.000 de enlaces y documentos; o si uno se apunta a
crear una alerta de correo electrónico para la misma palabra en el mismo
buscador comprobará cómo cada día se le llena su buzón con noticias
relacionadas. Y es que el término corrupción es uno de los más “asiduo”
de nuestro panorama informacional que nos provoca preocupación e
indignación.
Existen numerosas definiciones del término corrupción, pero
considerada en general es el aprovechamiento indebido de un patrimonio,
normalmente público, con el fin de obtener beneficios privados, siendo,
según los expertos, uno de los problemas más graves que afectan a los
estados democráticos de todo el mundo, tanto si son grandes o pequeños,
ricos o pobres, del norte o del sur.
Las causas que originan la corrupción tienen enfoques muy variados
como el tradicionalmente considerado “bajo salario” de los corruptos de
“baja escala”, donde la suma “baja probabilidad de ser descubierto” más
“bajo valor de castigo esperado” más “pérdida de valores morales
sociales” (responsabilidad, honestidad, honradez, tolerancia, …) es
igual a una MAYOR corrupción.
Los efectos de la corrupción son grandes y, aunque la misma tiende a
ser encubierta, se dejan sentir en todos las dimensiones de la
sociedad, en especial en la económica (reduciendo los ingresos fiscales,
descendiendo el PIB, y distorsionando el gasto público), comercial
(arruinando el libre comercio, frenando la innovación, y espantando a
los inversionistas), social (acentuando las diferencias sociales), y
política (generando progresiva pérdida de legitimidad del sistema
político en su conjunto, y fortaleciendo la sensación de impunidad),
creando con el tiempo un círculo vicioso que de no detenerse, puede
crecer hasta volverse incontrolable.
Por su parte, los costos de la corrupción son difíciles de
cuantificar pues como ya hemos visto es fruto del secreto que entraña
este tipo de actividades, y sus efectos se difunden en todas las
dimensiones de la sociedad de una forma compleja, aunque de forma
teórica los costos de la corrupción deben medirse en términos de pérdida
de eficiencia, entendiendo esta como la cantidad de bienes y servicios
que dejan de producirse como resultado de la corrupción, los cuales
aunque son pagados por toda la sociedad, afectan especialmente a los más
pobres en su bienestar, seguridad y calidad de vida.
Se han emprendido diversas iniciativas para medir el costo económico
de la corrupción, como el Índice de Opacidad de
Price-Waterhouse-Coopers, que estima el costo para las empresas de
invertir de acuerdo a una estimación de la opacidad, o de la falta de
transparencia de un país (un país corrupto ahuyenta las inversiones
extranjeras ya que estos tienen una probabilidad entre un 50% y un 100%
de perder su inversión en un plazo de cinco años, según la agencia de
calificación de valores Standard and Poor’s), aunque también se podría
medir por medio del cálculo de los sobornos pagados, índice per capita
(menor en países con alta corrupción), o el número de conexiones
criminales establecidas.
Las soluciones a la corrupción – si existen – no son fáciles. En
cualquier caso, el primer paso para corregir un defecto es admitirlo, el
segundo combatirlo, el tercero eliminarlo, y el cuarto fomentar, a
cambio, una virtud.
Parece ser que la mayoría de los países han tomado conciencia –
admitido – que el problema de la corrupción no es un mal doméstico menor
que podemos esconder debajo de la alfombra, sino que es un mal que si
no se ataja corromperá la democracia y el estado de bienestar que sobre
ella hemos establecido. Otro grupo de países han pasado a un segundo
nivel y buscan combatirlo, principalmente con leyes de transparencia y
acceso a la información pública (en junio de 2008 al menos 76 países
habían puesto en marcha leyes de acceso a la información, donde no está
incluida todavía a fecha de hoy España). No obstante, muchos países
siguen obviando el papel del cambio ciudadano en la lucha contra la
corrupción. Susan Rose-Ackerman, una de las más prestigiosas expertas
mundiales, profesora y codirectora del Centro de Derecho, Economía y
Políticas Públicas de la Universidad de Yale, ex consultora del Banco
Mundial señala que el papel de los medios de comunicación como
transmisores de valores morales sociales y de los ciudadanos honestos es
importante para presionar de manera constructiva a los corruptos. Es
decir, redefinir la ecuación más arriba indicada por otra donde “alta
probabilidad de ser descubierto” más “alto valor de castigo esperado”
más “cumplimiento de valores morales sociales” (responsabilidad,
honestidad, honradez, tolerancia, …) es igual a una MENOR corrupción.
Las redes sociales y los nuevos medios de comunicación digitales
están propiciando un nuevo movimiento ciudadano que haciendo uso de la
información contenida en los documentos – soportes que registran las
actividades de personas e instituciones – en base a las nuevas
competencias que les otorgan las leyes, buscan terminar con la lacra de
la corrupción. Nuevo movimiento que muchos partidos políticos – columna
vertebral de la democracia – parecen ignorar, frustrando en algunos
casos el interés por cambiar de la otra parte de la sociedad que bajo el
lema “¿qué puedo hacer yo para cambiar esto si sólo soy un ciudadano de
“a pié”? caen en el apoplejía del conformismo de dejar pasar las cosas
como están con la resignación de que no está en sus manos el provocar
el cambio. Este fracaso contribuye, tal vez injustamente, a dar la
impresión de complicidad más que de ineficiencia.
Está claro, combatir la corrupción es una tarea que nos atañe a todos.
José Raúl Vaquero Pulido
Presidente Fundación Ciencias de la Documentación
Analista asuntos Iberoamericanos
Fuente Coalición Pro Acceso